Alba Bonmatí Sánchez, miembro de la comisión de infancia de ACPAS
A mis hijas altamente sensibles
Sé muy bien cómo te sientes, hija, porque yo era como tú. Yo soy como tú, la diferencia es que ahora lo sé gestionar mejor, porque con los años he ido aprendiendo.
Es difícil explicar cómo sienten las personas altamente sensibles, sobre todo los niños: cómo desborda la emoción a cada segundo de una vida que aún es demasiado pequeña para entender y gestionar qué pasa en su cerebro, que funciona a mil por hora.
¿Cómo expresar que, en un solo instante, en medio de un centro comercial lleno de gente, tus ojos procesan cientos de tonalidades y detalles en las imágenes, tus oídos escuchan la música de tres tiendas diferentes, mientras oyen la conversación de una pareja que pasa al lado, el sonido de la megafonía y unos niños gritando en el piso de abajo? Que, mientras eso pasa, tu sentido del olfato percibe los olores de la floristería, mezclados con el perfume de los helados que emana del bar de al lado, y con el rastro de colonia que ha dejado la señora que ha pasado hace un rato. Y que, al mismo tiempo, te pica el tacto de la etiqueta que mamá no ha terminado de cortar bien y te duelen los pies de tanto caminar con esos zapatos. Y mientras tu cuerpo y tu cabeza procesan todo este aluvión de sensaciones, pareces ausente cuando te pregunto: «¿Te gusta este vestido?»
Volvemos a casa, y estás cansada y sobrecargada… Y yo también. Después de un par de rabietas, que te sirven para descargar la emoción acumulada, solo quieres estar sola, aislarte y desconectar, y me sabe tan mal, pero te entiendo. Así que te dejo contigo misma un rato y luego vengo a abrazarte.
Te duermes entre mis brazos, mientras te canto esa canción que tanto te gusta y es cuando vuelve el pensamiento recurrente que me dice que esta vida moderna no está hecha para nosotras: demasiados estímulos, demasiadas emociones.
Y llega el día siguiente, y nos levantamos en medio de una vorágine de movimiento, porque, por más que lo intentamos, todavía no hemos conseguido levantarnos lo suficientemente temprano para no acabar corriendo cada mañana. Y hay que pensar en preparar el desayuno para la escuela, mientras sientes el molesto olor de la tostada que se le ha quemado a tu hermana y el olor del café, que ya es bueno, pero con tanta mezcla… Y suena el teléfono de papá, el claxon de la vecina que te pasa a recoger, y se oye la lavadora que da vueltas, y más vueltas y más vueltas… Tú te bloqueas, te detienes, y vamos tarde, y quiero evitarlo, pero acabo gritando… Y así comienza otro día cargado de sensaciones, en casa, en la escuela, en el patio, en el comedor, en el parque, en la extracurricular, en el súper… y de vuelta a casa otra vez.
Y tú, preocupada porque tu amiga Lia ha perdido un collar y se ha llevado un buen disgusto, y porque has oído que la abuela me hablaba sobre ese amigo que está tan enfermo. Me miras con un semblante triste y me dices que no quieres cenar, que hoy no tienes mucha hambre. Intento descubrir qué te pasa, pero no lo sabes: te pones nerviosa con las preguntas y finalmente me doy cuenta de que ya hemos vuelto, que estoy intentando razonar con una niña de ocho años sobre unas emociones que no puede controlar. Decido parar y se hace un silencio. Papá hace una broma. Es especialista en cambiar de tema en estas situaciones. Qué suerte tenemos de él; nos equilibra.
Llega la noche, y en ese rato de conversación antes de ir a dormir, ahora sí, ya más relajadas, me preguntas por qué a ti no te gustan las fiestas, como a tus amigos, por qué tienes miedo de hacer una exposición oral en la escuela, por qué no soportas que te columpien fuerte, por qué lo pasas tan mal cuando sabes que alguien sufre… Y yo, que hoy bromeaba con papá sobre unas arrugas que me hacen más sabia y que sé de lo que hablas, te explico todas las maravillas de ser una persona altamente sensible para que entiendas el privilegio que nos ha regalado la vida a ambas.
Y es que, ¿quién no querría poder sentir al mismo tiempo el aroma de la hierba fresca recién cortada, que se mezcla con el dulce perfume de las flores y de la fruta que te comes, mientras una explosión de dulzura roja impregna tu boca? Todo esto, mientras se hace el silencio, solo roto por el canto de algunos pájaros y de un ruiseñor que tiene el nido sobre unos matorrales que mueven las hojas lentamente. Y a ti, con tu cerebro privilegiado, que puede captar todos estos detalles, te invade una sensación de paz y bienestar profundo.
¿Quién no desearía conmoverse en su interior cada vez que escucha la melodía de un violín, mientras percibe físicamente la vibración que provoca, sin saber explicar por qué no es capaz de contener las lágrimas? «No llores, no es para tanto», dicen a menudo, pero yo te digo que sí, que llores, que rías, que grites… que sientas y que vivas, porque eso eres tú: emoción y sentimiento.
Con una sonrisa nos ponemos de pie, cerramos los ojos, y al sonido de la canción The Selkie, de Paul Machlis, la misma que sonaba mientras tú nacías, nos fundimos en un abrazo profundo y sentido mientras bailamos lentamente sobre el tatami que sostiene nuestros sueños cada noche. No hace falta que te explique nada más, ¿verdad? Ser altamente sensible es eso: vivir intensamente cada instante de tu vida, y eso, hija mía, puede ser extraordinariamente maravilloso.
Y se hace el silencio… Cierro los ojos, y por un instante, solo por un instante, mi cerebro deja de recibir mil estímulos simultáneos, y descubro que, sin eso, me siento vacía.
«Para todos los niños y adultos altamente sensibles, para que recuerden que, a pesar de todas las dificultades, la vida les ha hecho un regalo incomparable.»